No lo tenía previsto, pero como esta Navidad va a ser así, un poco improvisada y haciendo en cada momento lo que nos apetece (en lo posible) he decidido colgar aquí un cuento de Navidad que escribí hace algunos años.
Es un cuento para niños pero quizá, si a alguna le apetece leerlo (ejem, es un poco largo, lo reconozco), también os puede gustar.
El cuento se llama FUGITIVOS, es en realidad un cuento dentro de otro y es mi forma de felicitaros la Navidad y daros las gracias por vuestro apoyo en los buenos y malos momentos.
FUGITIVOS
Aquel día de Navidad Lucía trotó por el pasillo como si fuera un caballo. Le gustaba hacerlo así. Cabalgar con saltos largos y muy pero que muy ruidosos. Y siempre sin pisar las junturas entre las baldosas.
- Va a quejarse la vecina de abajo. Le molesta mucho el ruido en casa. Como sufre dolores de cabeza…– le decía siempre su madre cuando oía el tucutum.tucutum.tucutum arriba y abajo de la casa.
Pero a Lucía no le importaba demasiado molestar a la señora Rosa. A ella también le molestaban los besos pegajosos que la vecina le estampaba cada vez que se encontraban en la portería o en el ascensor, y a su madre eso parecía que no le importara. Nunca le había oído decirle a la señora Rosa:
- Va a quejarse Lucía. Le molestan las babas de vieja en la cara. Como le dan náuseas las cosas asquerosas…
Así que cada vez que Lucía iba del comedor a su cuarto, o de su cuarto a la cocina, o de la cocina al lavabo, cabalgaba a toda velocidad por el pasillo haciendo cuanto más ruido, mejor.
- ¡Que se fastidie la vecina! – pensaba.
Ese día de Navidad, como digo, no fue distinto… al menos al principio.
Mamá y la abuela llevaban desde las ocho de la mañana cocinando. Para comer iban a tener sopa de “galets” con albondiguitas enanas, pavo relleno y turrones de todos los colores y sabores. También había algo a lo que mamá llamaba muy finamente “crudités” y que Lucía no tenía idea de qué podía ser. A lo mejor un nuevo tipo de turrón. - ¡Que no sea del duro, por favor!- pensó la niña. En fin, ya se vería a la hora de comer.
Desde hacía cuatro años, desde que Lucía cumplió los siete, ese día la dejaban ayudar en la cocina. Era la encargada de colocar en las fuentes los mazapanes con formas de animalitos, los barquillos, los polvorones y también el turrón. El blando lo cortaba ella muy bien cortado. El duro en cambio lo partía siempre papá con un cuchillo enorme que golpeaba con un martillo. ¡Eso sí que hacía ruido! La verdad es que el tema del turrón duro solía ser motivo de discusiones, pues la verdad es que papá no tenía mucha traza y acababan saliendo unos trozos de lo más irregulares. Mamá y la abuela siempre se quejaban diciendo que si era la última vez que compraban turrón duro, que si papá lo partía con prisas y mal para que no le pidieran nunca más que se encargara de eso, que si más les hubiera valido intentarlo ellas mismas y no hacer tanto destrozo… La verdad es que para Lucía era siempre un verdadero problema colocar aquellos pedazos tan requetehorriblemente cortados de forma artística en la correspondiente bandeja, además de que el turrón duro no le gustaba nada de nada.
- ¡CLONK! ¡PLASH!
Esta vez, cuando papá golpeó con fuerza el martillo sobre el cuchillo que se apoyaba sobre el turrón, la barra se partió en mil pedazos que volaron por toda la cocina. Quizás no en mil, pero en muchísimos. Por un momento a Lucía le gustó imaginar que el turrón duro se había desintegrado para siempre jamás bajo la espada mágica del caballero del castillo, o sea, de su padre.
Luego Lucía movió los labios diciendo en silencio la famosa frase de cada año:
- ¡Última vez que ponemos turrón del duro!
Y mientras los movía oyó a su madre decir lo mismo. Era chulo. Parecía que hiciera “play back”. Tenía que practicarlo.
Una vez preparados los turrones fue la hora de poner la mesa. ¡Mesa para trece! Lucía contaba una y otra vez los invitados y siempre salía el número fatal. El de la mala suerte. El recuento era más o menos así:
- Superpapá, mami y la abu, tres. La tía Mar con el tío Luís y el tío Pedro con la tía Chelo, cuatro. Tres más cuatro: siete. Y los primos Pepe, Laurita, Lola, Juan y la más pequeñina, Sofía, cinco. Siete más cinco: doce. Y yo: trece.
Recontaba una y otra vez y no había manera de evitar el número maldito: trece por todas partes.
Puso el mantel especial de Navidad con piñas y lazos rojos bordados y las trece servilletas rojas. En la cocina ya estaban preparados trece platos llanos, trece platos hondos y trece platos de postre. Lucía cogió del cajón trece cuchillos, trece cucharas y trece tenedores. También puso con mucho cuidado trece vasos. Desorganizando toda la casa, papá logró reunir, incluyendo el taburete de la cocina, trece asientos que repartió alrededor de la enorme mesa.
Lucía estaba convencida de que algo iba a ir mal, pero que muy mal. Quizá la desintegración del turrón duro era una señal. Necesitaba alguna pista.
¡Tucutum.tucutum.tucutum! Cabalgó hacia su habitación para mirar su horóscopo de la semana de la revista “Chicas guays”. Era Aries. La previsión para su signo decía así:
“Aries, estas fiestas van a ser distintas. Sorpresa el día de Navidad. Beso especial”
- ¿Un beso especial? – pensó Lucía con un poco de asco. Ya ha quedado claro que a la niña no le gustaban demasiado los besos, ni darlos ni recibirlos. Sólo soportaba bien los de sus papás y los de la abuela. Pero esos no eran especiales. Eran normales y corrientes.
Mientras pensaba de quién podía ser ese beso y cuál sería la sorpresa, sonó el timbre de la casa.
- ¡Tucutum, tucutum, tucutum! – Lucía corrió a abrir la puerta. Sus tíos y sus primos esperaban sonrientes en el rellano cargados de flores, botellas de cava y dulces.
¿Quizá todas esas cosas eran la sorpresa? ¿Y a lo mejor la lluvia de besos de tíos y primos que cayó sobre Lucía era a lo que se refería el horóscopo?
- ¡Pues vaya! – pensó la niña un poco decepcionada.
Cuando los trece miembros de la familia se disponían a sentarse alrededor de la mesa, el papá de Lucía decidió que era el momento de abrir una botella de vino para los mayores. Buscó por todos lados el abridor de botellas, pero no aparecía por ningún lado.
- ¿Alguien ha visto el abrebotellas? – preguntó el papá muy extrañado.
Ni mamá ni la abuela sabían nada de él. Lucía sí: lo había cogido hacía unos días para fabricar churretes de plastilina amarilla que poner a los ángeles del pesebre a modo de tirabuzones. Le habían quedado geniales. Muy guapos, los angelitos. Pero se quedó callada como un ratón mudo, porque luego le había prestado el abridor a su amiga Laia y jamás había sabido nada más de él.
- Ahora vengo. Bajo a pedirle un abridor a la vecina – dijo mamá dirigiéndose a la puerta.
El resto de la familia se sentó a la mesa. Lucía creía que su madre subiría de casa de la señora Rosa en un momento y podrían empezar a comer enseguida. ¡Tenía tanta hambre! Sus tripas hacían el mismo ruido que el metro al entrar en una estación. Pero mamá tardaba y tardaba…
- ¡Qué pesada la vecina! Seguro que se le ha enrollado a hablar… - pensó Lucía mientras picoteaba un taquito de queso del aperitivo.
Cuando todos empezaban a extrañarse por la tardanza de la madre, ésta entró de nuevo en casa. No venía sola. La señora Rosa la seguía. Tenía los ojos rojos.
- Feliz Navidad a todos – dijo la vecina con una sonrisa tan triste que Lucía pensó que más que una sonrisa parecía un puchero. Luego la niña se enteró de que mamá se había encontrado a la señora Rosa a punto de comer ella sola en un día tan especial y no había dudado en invitarla a comer con ellos. Hacía sólo tres meses que se había quedado viuda y no tenía más familia.
A la señora Rosa, que no había tenido hijos, le encantaban los niños. Por eso dijo mirando a Lucía y a sus primos:
- A mí me gustaría sentarme con los niños, si a vosotros no os importa, ¡claro! – A Lucía sí le importaba, la verdad, pero no se atrevió a decir nada. Sus primos tampoco protestaron y la señora Rosa se instaló entre Lucía y Lola en la silla de oficina que papá trajo de la biblioteca.
- ¡Qué horror! Ya sabía yo que lo de ser trece a la mesa iba a traer desgracias – pensó Lucía poniendo morros. Pero entonces se dio cuenta de que con la llegada de la nueva invitada el trece y su maleficio habían desaparecido. Además ¡se estaba cumpliendo el horóscopo! La llegada de la vecina había sido sin duda una gran sorpresa. Desagradable, pero sorpresa al fin.
¡Qué poco imaginaba Lucía que la mayor sorpresa estaba aún por llegar!
Al empezar la comida los niños estaban callados. Comieron la sopa de “galets” en silencio mientras los mayores, al otro extremo de la mesa, reían y hablaban a gritos. Les cortaba tener a aquella señora vieja y melancólica escuchando todo lo que decían. Pero a medida que fue transcurriendo la comida la señora Rosa se fue animando y cuando llegó el pavo a la mesa les preguntó a los niños:
- ¿Os he contado alguna vez la aventura que viví en Francia hace muchos, muchísimos años?
Todos negaron con la cabeza. Era la primera vez que hablaban con aquella señora, ¿estaba chalada o qué? ¡Claro que no les había contado nada de ninguna aventura en Francia!
- … entonces os la contaré ahora.
Y la vecina, la señora Rosa, la vieja de los besos pegajosos y los dolores de cabeza, les explicó a Lucía y sus primos una historia que siempre recordarían:
- Era el día de Navidad de 1942. Yo era muy joven y acababa de casarme con un chico francés de la localidad de Prats de Molló. Él había heredado de su familia un pequeño hotel y nosotros vivíamos y trabajábamos allí. Mi marido lo dirigía y yo era la jefa de cocina. Prats de Molló está muy cerca de la frontera con España, por eso siempre había sido zona de paso de contrabandistas. Pero es esa época, Europa estaba viviendo la peor de las guerras de la humanidad…
- ¿Qué guerra? ¿La Guerra de las Galaxias? – preguntó Pepe. Siempre había sido un poco burro.
- La Segunda Guerra Mundial, tontaina, lo hemos estudiado en Historia – le respondió su hermana Lola sacándole la lengua. Sofía, la pequeñita de sólo tres años, aprovechó para sacar la lengua también.
El resto de niños no apartaban la mirada de la señora Rosa esperando que continuara su relato.
- Sí: la Segunda Guerra Mundial. Francia había sido invadida por los nazis y se rindió al régimen de Hitler. Muchas familias judías que vivían en el país tuvieron que huir a España para salvar sus vidas. Si no lo lograban, les esperaba el campo de concentración y el más triste de los finales. Mi marido y yo decidimos ayudar en lo posible. Alojábamos a las familias que huían en el hotel hasta que con la ayuda de otros chicos y chicas de la resistencia conseguíamos organizar el pase al otro lado de la frontera.
- ¿La resistencia? – preguntó Lucía con la boca llena de pavo. Sofía hizo una pedorreta y su hermana Laura le pellizcó una pierna para hacerla callar.
- Se llamaba así a la gente que, como mi marido y yo, luchaba contra el terrible régimen que se había instaurado tras la rendición a Alemania. Éramos gente normal. Hombres y mujeres que a escondidas y dentro de nuestras posibilidades tratábamos de acabar con la injusticia, y de salvar al mayor número posible de perseguidos por el régimen.
La señora Rosa se había ya metido a todos los niños en el bolsillo. Todos tenían los ojos brillantes. Hasta Sofía, que no entendía casi nada, estaba hechizada por la magia que se había derramado en ambiente.
Los antiguos contrabandistas hacían entonces de guías. Salían con los judíos del hotel por la puerta de atrás, bajaban hasta el río que pasa por el pueblo, el Tech, y con el agua por las rodillas lo iban remontando para no dejar rastro.
- ¡Claro! Por si lo seguían con perros – dijo Pepe orgulloso de su brillante deducción.
- Exacto. Luego había que subir hasta lo alto de una montaña aprovechando la oscuridad de la noche y allí, en la cresta de la cordillera, estaba la frontera con España. Al otro lado les esperaba un guía español para ayudarlos a encontrar un lugar donde instalarse hasta que pudieran reorganizarse la vida. Yo les preparaba paquetes de bocadillos y zumo de fruta para el camino, y leche y cruasanes si tenían niños… ¡muchos huían con sus niños! – suspiró la señora Rosa.
Lucía notó un nudo en la garganta, igual que si le hubieran atado una bufanda muy fuerte alrededor del cuello. Miró de reojo a su prima Lola y vio que lloraba.
- Bien, pues resulta que aquel día de Navidad de 1942 teníamos a una familia judía de cinco miembros esperando la llegada de Pierre, el hombre que había de acompañarlos hasta la frontera. Los chicos de la resistencia nos habían dejado al cuidado del matrimonio, sus dos hijitas pequeñas y el abuelo la noche anterior, la Nochebuena. La tarde de Navidad, sobre las cinco, ya es oscuro en Prats de Molló; así que esperábamos a Pierre sobre esa hora… pero llegaron las cinco y el guía no apareció.
Se hicieron la seis, luego las seis y media, y no teníamos noticias. Mi marido y yo empezamos a preocuparnos. Quizás Pierre había sido detenido por la SS.
- ¿Quién es la seseese esa? – preguntó Lola.
Esta vez le tocó a ella recibir las burlas de su hermano:
- Era la policía militar de los nazis, “ignoranta” – respondió Pepe con cara de sabelotodo. Él lo sabía por una peli antigua que había visto en casa de su amigo Daniel. Sofía se rió divertida por la discusión entre los hermanos.
- Sí, más o menos. Mi marido y yo sabíamos que si Pierre había sido detenido, la SS ya estaba probablemente en camino de nuestro hotel para capturar a los judíos y también a nosotros. Casi nadie podía resistir a un interrogatorio de la SS sin confesar. Nos movimos rápido. No teníamos tiempo de huir. Había que esconderlos.
Escondimos a una de las niñitas, bien abrigada, en el cubo del pozo del jardín, pero no bajamos el cubo, sino que lo dejamos amarrado arriba, colgando junto a la polea.
A la otra niña la metimos en una enorme cazuela de esas que se usan en los hoteles para hacer comida para muchísima gente. La cubrimos con montones de zanahorias y patatas que ya estaban peladas y cortadas para preparar un puré de verduras.
- ¡Puaj! – soltó Sofía con cara de asco. Esta parte la había entendido perfectamente. Ella consideraba que el puré de verdura era la cosa más asquerosa que existía sobre la faz de la Tierra. Más incluso que las caquitas de perro y los mocos.
A la madre la hicimos meterse al fondo del armario de la ropa de casa, bien tapada con toallas y sábanas limpias. El padre se escondió en la sala de máquinas del hotel, tras un enorme depósito de fuel para la calefacción.
Cuando estábamos pensando dónde esconder al abuelo, se oyeron gritos fuera y unos terribles golpes en la puerta.
La señora Rosa miró a los niños y le encantó verlos completamente metidos en la terrible historia.
- Sigue, sigue – pidió impaciente Juan.
- ¡Pum, pum, pum! ¡Abran inmediatamente! Dijo una voz que retumbó en la tranquila noche de Navidad como una bomba – continuó la señora Rosa.
Los pocos clientes que estaban en el hotel cenaban en el comedor en aquel momento. Ninguno se movió. Se hizo un silencio total. Mi marido se quedó junto al abuelo y yo fui a abrir la puerta tan tranquila como pude. Cinco agentes de la SS me empujaron a un lado y entraron en el hotel sin decir una palabra.
Registraron toda la planta baja. Pidieron la documentación a todos los clientes y les preguntaron si habían visto a una familia de judíos por allí. - Sucios judíos - decían ellos. Aunque los clientes los habían visto, nadie dijo nada. Ya en la cocina interrogaron a los dos cocineros y las camareras, pero gracias a Dios era gente buena que no quiso denunciarlos. Le preguntaron también al viejo chef que en aquel momento preparaba una enorme fuente de salchichas de cerdo, pero el viejo negó con la cabeza y siguió a lo suyo.
En realidad nosotros no teníamos chef. La jefa de cocina ya os he dicho que era yo. Aquel chef de mentira era, en realidad, el abuelo de la familia de fugitivos. Al verlo trajinar con las salchichas de cerdo, como los judíos no pueden comer ni siquiera cocinar este animal, se dieron media vuelta sin sospechar nada.
- ¡Ahhhh! – se oyó un suspiro de alivio de los niños, que se habían quedado sufriendo por si no había dado tiempo a esconder al abuelo.
Los agentes, aunque no decían nada, hacían tanto ruido que no oyeron un ronquidito que salía de una enorme olla llena de verduras. La niña pequeña se había dormido.
A continuación subieron al primer piso. Desde abajo yo oía las pesadas botas militares recorrer las habitaciones en busca de los judíos. Sonaban como si un ejército a caballo estuviera invadiendo nuestro querido hotel…
En aquel momento la señora Rosa miró a Lucía y ésta bajó la vista. Ahora comprendía las quejas de su vecina. Cabalgar por la casa se había terminado desde aquel mismo momento.
Cuando bajaron al sótano, donde estaba el armario de la ropa limpia y la sala de máquinas, yo bajé con ellos con la excusa de encenderles la luz. Empezaron a abrir puertas de armarios y vaciarlos tirándolo todo al suelo. Cuando llegaron al de la ropa de cama y toallas les grité:
- ¡Ni se os ocurra poner vuestras sucias manos en mi ropa blanca! – El soldado que había abierto el armario se miró las manos, el muy cochino las tenía negras. Riendo dijo algo en alemán a sus compañeros y cerró nuevamente el armario sin descubrir a la madre.
Tampoco fueron capaces de encontrar al padre. Todavía hoy no entiendo cómo pudo meterse en el estrechísimo espacio que había entre el depósito de fuel y la pared. Parecía imposible que una persona pudiera colarse por esa rendija, pero él lo logró gracias a que era muy delgado y a que necesitaba salvarse para poder salvar a su familia.
Ya en el jardín se dirigieron al pozo. Uno de ellos sacó su fusil y, apuntando hacia el fondo, vació todo el cargador riendo y gritando:
- Judíos, si estáis ahí, aquí tenéis mi regalito de Navidad.
El propio ruido de los disparos impidió que oyeran el grito de terror de la niña mayor, que hecha un ovillo dentro del cubo lloraba de miedo. Yo sí lo oí y se me pusieron los pelos de punta igual que a un puercoespín al imaginarme el miedo de la pobre niña.
Bien, el caso es que, como veis, los alemanes no consiguieron encontrar a ninguno de los judíos. De todos modos se llevaron a mi marido para interrogarlo y a mí me avisaron de que al día siguiente volverían para seguir investigando a la luz del día. Alguien les había dicho que en aquel hotel alojábamos a la escoria de la humanidad y estaban dispuestos a limpiar Francia de porquería.
- ¿Qué es escoria? – preguntó Lucía.
- Es basura: era su manera de referirse a los judíos.
Cuando todos se hubieron marchado y los clientes del hotel, todavía nerviosos por lo ocurrido, se fueron por fin a dormir, hice salir a todos de sus escondrijos. ¡No había tiempo que perder!
Salimos del hotel y bajamos hasta el río. Empezamos a andar cauce arriba, con el agua por los muslos.. Las niñas iban cada una en brazos de uno de sus padres. El agua, en pleno mes de diciembre, de noche y en las montañas, estaba muy pero que muy fría. A mí me dolían tanto las piernas que en realidad me parecía que me quemaban. Anduvimos varios quilómetros hasta que llegamos a un lugar donde un salto de agua se nos venía encima: no podíamos seguir remontando el río. Salimos fuera y empezamos a subir la montaña. Aunque yo nunca había hecho aquel camino, me lo habían explicado tantas veces los viejos contrabandistas por si un día teníamos que huir mi marido y yo por ser miembros de la resistencia, que era como si lo hubiera recorrido miles de veces. Después de unas dos horas de subir por la montaña, llegamos a la cima. A muy pocos metros estaba España: la salvación de aquella pobre familia. Se despidieron de mí llorando de agradecimiento. Me regalaron este reloj de oro, que todavía funciona - la señora Rosa mostró un precioso relojito de pulsera- , y me cubrieron de besos. Los vi marcharse cargados de esperanza, miedo y una enorme bolsa llena de quesos, mazapanes y un pan de pascua típico francés hecho por mí. El guía español, que llevaba horas esperando oculto tras unos arbustos, salió a su encuentro, tomó a una de las niñas en brazos y acompañó los primeros pasos de la familia en un país extraño.
- ¡Feliz Navidad! – me dijo todavía el guía antes de desaparecer con sus protegidos en la oscuridad.
-¡Feliz Navidad! – respondí yo en voz baja, tan baja que no creo que llegaran a oírme ninguno de ellos.
Volví al hotel caminando por la carretera. Estaba contenta por haber salvado a aquella familia, pero sufría por mi marido. Lo tuvieron diez días detenido, interrogándolo, pero no confesó que habíamos ayudado a decenas de judíos ni quiso dar nombres de otros miembros de la resistencia. Fue de los pocos que logró soportar sin confesar un interrogatorio de la SS. Por su negativa a colaborar estuvo preso hasta el final de la guerra. Durante esos años tuve que llevar sola el hotel y seguí ayudando a la gente en peligro cada vez que tuve oportunidad. La SS vino varias veces a visitarme. Tal como me habían avisado, al día siguiente mismo de la aventura que acabo de contaros se presentaron diez miembros del cuerpo para registrarlo todo a fondo. Nunca encontraron nada excepto aquella vez que…
Bueno, quizá eso os lo puedo contar otro día, para no aburriros… Sólo decir que aquella Navidad del 42 fue sin duda la más emocionante de mi vida. Triste y alegre a la vez.
La señora Rosa acabó su relato con un suspiro. Se hizo un silencio absoluto. Hacía ya mucho rato que los mayores habían ido abandonando sus risas y conversaciones para quedarse enganchados a la historia que contaba aquella viejecita arrugada y aparentemente aburrida.
La señota Rosa se puso roja como un pimiento morrón, avergonzada por haberse convertido en el centro de atención de los papás y los tíos.
Y entonces, movida por impulso irrefrenable, Lucía, la misma Lucía que hasta ese día cabalgaba por el pasillo para molestar a su vecina, la misma que odiaba dar y recibir besos, la misma que había arrugado con fastidio la nariz cuando la señora Rosa se había sentado a su lado en la mesa, empezó a aplaudir con fuerza:
- ¡CLAP, CLAP, CLAP! – Y mientras el resto de su familia se unía a su aplauso orgullosa de tener una heroína sentada a su mesa el día de Navidad, la niña se levantó, rodeó con sus brazos a la señora Rosa, y le dio el más sonoro beso que hayáis oído en vuestra vida.
- ¡MUAC! –
FIN
8 comentarios:
Elena, qué cuento tan bonito escribiste!!! me lo leí de principio a fin.....eres una escritora de cuentos genial!!!! está muy bien narrado y el final es muy tierno. Te deseo lo mejor de lo mejor para estas fiestas, pasatelo super con tu familia y amigos, un besote corazón
Me ha encantado leer tu cuento Elena!!!! Tenés talento para escribir, está muy bien contado y además me ha enganchado... Que pasen una buena Navidad, aunque no sea como la habían planeado, y que sigas escribiendo cuentos. Un besote!!!
Precioso cuento.
Siento mucho lo de tu muñeca y espero que mejore pronto
Fuerza"" y besos
Elena, cuantas cosas en común tenemos, a mi también me gusta escribir cuentos, de echo a mis hijas cuando eran pequeñas, les escribí muchos, y que casualidad, uno de los mas bonitos, que se titula " Conejito de trapo" su protagonista se llama como la tuya, Lucía, aunque yo se lo puse por mi pequeña ( de ahora 19 años snif) que se llama así. Me a encantado este relato, es maravilloso, quizás por que a mi también me gusta mucho esa época, la de nuestra guerra civil y las historias que acaecieron, espero que tu pequeña se recupere pronto y mil gracias por esta maravillosa historia.
¡Precioso relato! Y lo que más me alegra es saber que tu niña ya está en la casa. Espero que hayan pasado una linda Navidad, distinta pero linda. Besos!
Que bonito regalo nos has hecho !!! Gracias !!
Un besito guapi !!
Hola Elena:
¡Qué cuento tan entrañable!!
Además de que la historia me parece estupenda (¿hay algún recuerdo de la infancia por ahí escondido?), me gustó la forma de narrarlo.
Por cierto, tienes que contarme como se hace la sopa de "galets", vale?
Un beso y otro montón de ellos para Paula; espero que vaya mejor.
Un cuento precioso y muy bien narrado, me ha gustado mucho. Me alegra saber que Paula ya esta mejor. Os deseo una feliz entrada de año.
Besicos.
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